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En esta ocasión dedicamos nuestro número a la Muerte. Pero ¿qué es la muerte? Para un cristiano es el paso de una vida a otra, de la terrenal a la celestial, tan solo un tránsito a la vida definitiva. ¿Será eso lo que piensan los miles de nazarenos que salen en nuestras cofradías? Esperemos que sí, al igual que tenemos la esperanza de que nuestras cofradías no mueran de éxito, porque es exactamente el camino que parece que están cogiendo. Es cierto que todos nos hemos tambaleado alguna vez pensando en la muerte, esa sacudida que nos pone todo en duda, a pesar de seguir rezando a nuestros titulares. Así que será mejor recordar el título del himno a los caídos por España, La muerte no es el final, que por cierto, pocos saben que era una canción de Cesáreo Gabaráin Azurmendi, un sacerdote español que la compuso tras el fallecimiento del organista de su parroquia cuando tan solo tenía diecisiete años.
No queremos convertir este editorial en una homilía, pero es que las cofradías crecen y crecen y la sociedad cada vez se aleja más y más de Dios. Lo dijo Nietzsche en el siglo XIX: «Dios ha muerto». No, Dios no ha muerto, pero lo matamos nosotros cada día y no precisamente con el fundamento del conocimiento, si no con nuestros continuos actos de sinrazón, de pasotismo ante el hambre, las guerras y las desigualdades, lo matamos nosotros al dejar de seguir el ejemplo de Jesús el Nazareno.
A nosotros nos gustan las cofradías, los pasos, la música y las flores, una buena «levantá», el siempre de frente y un izquierdo, el trío de capilla y un solo de corneta… Pero, cuidado Sevilla, que todo tiene su medida y sobre todo su razón de ser, a ver si vamos a terminar como los compadres de Núñez de Herrera en Sobre los arenales del Silencio: «Vámonos de aquí, compadre. Resulta que es verdad que Dios se ha muerto».